Un amor dividido en cuatro estaciones.
Un relato que recorre mi historia de amor a través de las estaciones del año.
Estaba recordando cuánto me gustan las estaciones del año. Cada una tiene sus virtudes, algunas me gustan más, otras menos, eso ya es cuestión de gustos. Lo cierto es que cada estación es única, con su propio ritmo, su manera de ser. Mientras pensaba en eso, me vino a la mente lo nuestro. No porque nuestra historia tuviera algo que ver con las estaciones —de hecho, ni siquiera puedo decir que pasamos esas estaciones como tal—. Vivíamos en un lugar donde si no había calor, era porque había más calor aún, y los días sin calor simplemente no existían. Un país tropical donde el clima parecía estar siempre en un grado extremo.
Pero aun así, siento que puedo comparar las estaciones con nuestro amor. Cada ciclo, cada cambio, parecía reflejar lo que pasaba entre nosotros. Como si nuestra historia hubiera cambiado de clima sin movernos del lugar donde estábamos.
Decidí entonces escribir esto para explorar nuestro amor a través de las estaciones.
Primavera.
El inicio del brote, lo que nace sin saber si crecerá.
Me gusta que la primavera llegue después del invierno. Antes de ti, no sabía realmente lo que era florecer con alguien o, mejor dicho, florecer gracias a alguien. Cuando te conocí, entendí que no hay nada más hermoso que esa primavera que sigue a un largo invierno.
En la primavera brotan las flores y las hojas en los árboles que antes estaban vacíos, igual que mi amor por ti. Cómo pasamos de ser dos desconocidos a que un amor naciera entre nosotros. Esos primeros gestos, sin darnos cuenta, esos mensajes donde compartíamos cosas que no contaríamos a nadie más, esas miradas que no necesitaban palabras para decirlo todo.
Y de repente, todo a nuestro alrededor empezó a florecer. Florecieron las risas, cada vez más puras y especiales a tu lado; florecieron momentos que antes no imaginábamos compartir; floreció la esperanza de que había algo más. Todo tenía más color. Tus ojos dejaron de ser comunes y se convirtieron en flores relucientes que no podía dejar de mirar. El ambiente se transformó: la ciudad olía distinto cuando estábamos juntos. No necesitábamos saber qué era, solo disfrutarlo. Quizá era obvio que nos gustábamos, pero eso no importaba.
Disfrutábamos esa primavera: un amor que empezaba sin peso, que se vivía entre flores, miradas y pensamientos aún no confesados. No hay nada como la primavera: ese brote de sentimientos nuevos, delicados y luminosos.
Verano.
La plenitud, el calor, lo intenso, lo físico, el ahora.
El verano para muchos es el momento esperado: vacaciones, viajes, noches largas. Para nosotros, el verano fue cuando dejamos de ser dos desconocidos coqueteando. Ahora éramos una pareja disfrutando el poder ser y no desear.
En este ciclo no hay preguntas, solo presencia. No como en la primavera, sino una presencia que promete, que dura, que arde. Ese deseo de ser uno siendo dos, un amor que no necesita explicaciones, solo ser, demostrarse con actos, con miradas, con caricias.
El verano es de bebidas frías, música fuerte, carcajadas, fuego. Todo eso es esencial en una relación. Sin verano, ¿qué es el amor? Necesita ese calor, ese exceso de cercanía, esa confianza ciega para expresarse sin miedo.
Los días parecían eternos cuando estábamos juntos. Éramos tanto que no sabíamos dónde empezábamos ni dónde acabábamos, y no queríamos saberlo. Puedo decir que fuimos todas las tardes de julio al mismo tiempo.
El verano fue nuestra hoguera, nuestro exceso, la luz intensa de lo inmediato y lo físico.
Otoño.
El cambio, lo que empieza a caer, lo que sigue siendo hermoso pero ya se va.
El otoño me recuerda que todo lo que comienza tiene que acabar. Las flores hermosas de la primavera cambian de color y caen, porque es necesario para que nazcan otras.
En nuestra relación, el otoño no fue mi momento favorito, pero lo amé igual. Aquí algo cambió, sin escándalos, pero con mucho peso. La distancia llegó, y aunque me gustaría decir que no era literal, sí lo fue.
Ya no podíamos disfrutar del verano, ahora solo quedaba algo lejano, frío y tenue. Duele la distancia que llega después del verano, cuando no hay certeza de que vuelva otro igual.
Las conversaciones perdieron brillo, las rutinas se entristecieron. El otoño nos quitó lo que nos dio la primavera: esas flores, risas, miradas, abrazos, las pequeñas cosas que nos hacían nosotros. Todo perdió color y cayó, sin poder regresar.
El amor siguió ahí, pero dejó de crecer. Lo que cada día aumentaba, se detuvo. Solo quedó sostener lo que quedaba, aunque nunca fue suficiente.
Los días se acortaron, las noches se alargaron, y en esas noches pensé que no habría sol de verano ni flores de primavera que renacieran. Él empezó a callar, yo a guardar. Mi corazón seguía lleno de amor, pero el aire del otoño ya sabía a fin.
Las rutinas volvieron y todo lo que vivimos en verano se perdió en la monotonía del otoño. Como los animales migran para prepararse para el invierno, nuestro amor también migró, pero prefirió rendirse y acabar en otoño.
Invierno.
El final, el frío, la quietud, la ausencia, la espera.
Llegamos al final del viaje, a la estación que, irónicamente, es mi favorita, pero que en esta historia representa cuánto duele el presente y este final.
Ya no estamos juntos. Este proceso debo vivirlo sola, como en aquel invierno anterior, pero ahora con la memoria de la mejor primavera y el mejor verano.
El frío no está solo afuera, sino en mi mente, en mis pensamientos, en todo lo que soy. El amor que ya no está sigue vivo en mis recuerdos y en mis escritos, congelado en el tiempo.
El tiempo parece no avanzar, o duele avanzar. Paso las noches con frío, recordando esas tardes de verano y los primeros días de primavera. La casa está vacía, solo quedo yo, con un chocolate caliente, perdida en la nostalgia de tu amor.
Porque el invierno no empezó con el calendario, comenzó con la distancia. Y eso no puedo cambiarlo.
Y así termina este viaje por las estaciones, por los ciclos de nuestra historia de amor. Sigo en invierno, aunque ya no tan frío como antes. Sigo acompañada por esas noches que esperan una primavera que tarde o temprano llegará.
Los sentimientos no tienen calendario. Si el amor fuera igual cada año, no tendría sentido enamorarse. Porque caer en primavera es aceptar que llegará el invierno, y por eso hay que disfrutar el verano y sobrellevar el otoño.
Aunque sigo en invierno, sé que cada vez estoy más cerca de volver a la primavera, tal vez no como quisiera, pero más cerca que antes. Y eso, por ahora, es suficiente.
Si me preguntan, mis estaciones favoritas son invierno y otoño, contrastando con mi historia donde elegiría primavera y verano. Pero no todo es perfecto ni lineal como las estaciones. Cada persona tiene sus propias estaciones. Estas fueron las mías.